martes, 27 de mayo de 2014

La escritura invisible


VEINTE CUENTOS IMPROBABLES

FRANCESCA GARGALLO

http://www.jornada.unam.mx/2007/02/25/Images/sem-leer1.jpg
Gustavo Ogarrio,
La escritura invisible. Antología de narradores introvertidos,
eón-Secum-imju,
México, 2006.

Hace unos veinticinco años, en San Salvador, que era una ciudad tan improbable como Guayaquil o Morelia, un grupo de amigos decidió publicar una antología de literatura pura; es decir, unos cuentos que se sostuvieran a sí mismos sin tener que recurrir a su autor o autora. Literatura sin autoridad de persona, sin nombre que se impone. Algo de esa idea, que en ese entonces me pareció revolucionaria como me sigue pareciendo, retornó a mi mente mientras desgranaba La escritura invisible. Antología de narradores introvertidos, diría más bien escondidos detrás de sus historias, todas tan falsas como la verdad.

El error de los salvadoreños radicó en que escogieron obras que en otros países los críticos literarios habían reconocido como inmortales, antes que creer en sí mismos. Por años, de vez en cuando, me he sorprendido con el deseo de recoger historias de plumas que me dijeran algo que no estuviera de moda, que no fuera traducido, que entablara un diálogo desde la personalidad desdibujada y que, sobre todo, me sobresaltara con la contundencia de sus tramas.

Cuando inicié la lectura de esta antología no me esperaba un mal libro, pero tampoco soñaba con encontrarme con algo extraordinario. Extraordinario, fuera de lo ordinario, de la normalidad banal: sí. Un cuerpo despedazado en una cama ("Quehaceres postergados", Yanna Hadatty), del que no se ve ni la sangre ni se recuerda qué motivó el descuartizamiento; los recuerdos que no fluyen y sólo remiten al desencuentro consigo mismo ("Marruecos, por ahí, cerca", Raúl Mejía); una primera comunión prostibulesca que desconoce el placer orgásmico pero otorga poder sobre un viejo reaccionario ("La noche del Bucanero", Gabriel Mendoza); la poesía escrita clandestinamente en los pizarrones de una escuela, que organiza complicidades y provoca las primeras tristezas que deja el arte ("Nunca seremos poetas", Gustavo Ogarrio), mellizos guayaquileños de ternuras brutales ("Los modales de los mellizos Urraza", Jorge Vargas Bohórquez), mañanas nostálgicas cuyo daño se expresa en el tráfico ("Mediodía", Nektli Rojas) e impensables muertos hermosos en la acera de enfrente que mueven a la solidaridad y dispensan amor ("Un muerto en nuestra calle", Antonio Monter). Las tramas sostienen historias, narran hechos que bien pueden ser evocaciones, pero jamás palabras dispuestas tan sólo para agradar un público culto que se aburre.

¿Por qué los amantes que no se mienten ("El juego", Sergio Monreal), los que se pretenden perfectos como un nudo de corbata ("De nudos y desnudos", Homero Quezada) y los que se atreven a cruzar las barreras del placer están necesariamente obligados a separarse? Preguntas de este tipo me brotaron mientras leía uno tras otro este conjunto de cuentos recogidos al margen de su experimentalidad –que sí la hay– y de su contemporaneidad. Son cuentos de tiempos no vividos y de bandas callejeras con códigos éticos pervertidos que evocan la tragedia del olvido y dan vida a sicarios animalescos ("El sicario", Armando M. Zanker) que se nutren de los odios de la adolescencia, para llevarnos de repente al viaje que reúne a la anciana tocada por la violencia de las dictaduras y al joven que llora de antemano la muerte del amigo poeta que no pudo ser héroe ("El baile de Augusto", Gustavo Ogarrio). Cuentos de una mañana de resaca interrumpida por la predicadora evangélica ("Animales impuros", Ramón Lara), de un autobús que rueda fuera del tiempo de la vida ("La lluvia que borra los caminos", Gabriel Mendoza), de una noche en el auto sin atreverse a abordar una prostituta deseada también para derrotar a la vejez ("Mojado te parto en dos", Antonio Monter).

Quizá es el asco frente a una literatura que se ha convertido en una máquina de famas sin letras que expresen realmente algo, o es el desprecio por las lenguas que no cargan lugares, olores y sentires, pero hay algo heroico y por lo tanto ingenuo en las y los once narradores de esta antología cuando nos proponen estos veinte cuentos como sombras que se escabullen en un atardecer de neblina, o como sirenas de barco en la noche sin luna. Ahora que he terminado de leer sus narraciones me atrevo a afirmar: la literatura, la necesidad de decir algo que mueva las entrañas y enseñe lo no decible, por suerte no ha muerto asfixiada por el glamour. Creo que eso es lo que quisiera agradecer a los cuentos de Yanna Hadatty Mora, Ramón Lara Gómez, Armando Zanker, Raúl Mejía, Gabriel Mendoza, Sergio Monreal, Antonio Monter Rodríguez, Homero Quezada, Nektli Rojas, Jorge Vargas Bohórquez y al antologador –y también coautor– Gustavo Ogarrio.

 

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