VEINTE CUENTOS IMPROBABLES
FRANCESCA GARGALLO
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Gustavo Ogarrio,
La escritura invisible. Antología de narradores introvertidos, eón-Secum-imju, México, 2006. |
Hace unos veinticinco
años, en San Salvador, que era una ciudad tan improbable como Guayaquil o
Morelia, un grupo de amigos decidió publicar una antología de literatura pura;
es decir, unos cuentos que se sostuvieran a sí mismos sin tener que recurrir a
su autor o autora. Literatura sin autoridad de persona, sin nombre que se
impone. Algo de esa idea, que en ese entonces me pareció revolucionaria como me
sigue pareciendo, retornó a mi mente mientras desgranaba La escritura
invisible. Antología de narradores introvertidos, diría más bien escondidos
detrás de sus historias, todas tan falsas como la verdad.
El error de los salvadoreños radicó en
que escogieron obras que en otros países los críticos literarios habían
reconocido como inmortales, antes que creer en sí mismos. Por años, de vez en
cuando, me he sorprendido con el deseo de recoger historias de plumas que me
dijeran algo que no estuviera de moda, que no fuera traducido, que entablara un
diálogo desde la personalidad desdibujada y que, sobre todo, me sobresaltara
con la contundencia de sus tramas.
Cuando inicié la lectura de esta
antología no me esperaba un mal libro, pero tampoco soñaba con encontrarme con
algo extraordinario. Extraordinario, fuera de lo ordinario, de la normalidad
banal: sí. Un cuerpo despedazado en una cama ("Quehaceres
postergados", Yanna Hadatty), del que no se ve ni la sangre ni se recuerda
qué motivó el descuartizamiento; los recuerdos que no fluyen y sólo remiten al
desencuentro consigo mismo ("Marruecos, por ahí, cerca", Raúl Mejía);
una primera comunión prostibulesca que desconoce el placer orgásmico pero
otorga poder sobre un viejo reaccionario ("La noche del Bucanero",
Gabriel Mendoza); la poesía escrita clandestinamente en los pizarrones de una
escuela, que organiza complicidades y provoca las primeras tristezas que deja
el arte ("Nunca seremos poetas", Gustavo Ogarrio), mellizos
guayaquileños de ternuras brutales ("Los modales de los mellizos
Urraza", Jorge Vargas Bohórquez), mañanas nostálgicas cuyo daño se expresa
en el tráfico ("Mediodía", Nektli Rojas) e impensables muertos
hermosos en la acera de enfrente que mueven a la solidaridad y dispensan amor
("Un muerto en nuestra calle", Antonio Monter). Las tramas sostienen
historias, narran hechos que bien pueden ser evocaciones, pero jamás palabras
dispuestas tan sólo para agradar un público culto que se aburre.
¿Por qué los amantes que no se mienten
("El juego", Sergio Monreal), los que se pretenden perfectos como un
nudo de corbata ("De nudos y desnudos", Homero Quezada) y los que se
atreven a cruzar las barreras del placer están necesariamente obligados a
separarse? Preguntas de este tipo me brotaron mientras leía uno tras otro este
conjunto de cuentos recogidos al margen de su experimentalidad –que sí la hay–
y de su contemporaneidad. Son cuentos de tiempos no vividos y de bandas
callejeras con códigos éticos pervertidos que evocan la tragedia del olvido y
dan vida a sicarios animalescos ("El sicario", Armando M. Zanker) que
se nutren de los odios de la adolescencia, para llevarnos de repente al viaje
que reúne a la anciana tocada por la violencia de las dictaduras y al joven que
llora de antemano la muerte del amigo poeta que no pudo ser héroe ("El baile
de Augusto", Gustavo Ogarrio). Cuentos de una mañana de resaca
interrumpida por la predicadora evangélica ("Animales impuros", Ramón
Lara), de un autobús que rueda fuera del tiempo de la vida ("La lluvia que
borra los caminos", Gabriel Mendoza), de una noche en el auto sin
atreverse a abordar una prostituta deseada también para derrotar a la vejez
("Mojado te parto en dos", Antonio Monter).
Quizá es el asco frente a una
literatura que se ha convertido en una máquina de famas sin letras que expresen
realmente algo, o es el desprecio por las lenguas que no cargan lugares, olores
y sentires, pero hay algo heroico y por lo tanto ingenuo en las y los once
narradores de esta antología cuando nos proponen estos veinte cuentos como
sombras que se escabullen en un atardecer de neblina, o como sirenas de barco
en la noche sin luna. Ahora que he terminado de leer sus narraciones me atrevo
a afirmar: la literatura, la necesidad de decir algo que mueva las entrañas y
enseñe lo no decible, por suerte no ha muerto asfixiada por el glamour.
Creo que eso es lo que quisiera agradecer a los cuentos de Yanna Hadatty Mora,
Ramón Lara Gómez, Armando Zanker, Raúl Mejía, Gabriel Mendoza, Sergio Monreal,
Antonio Monter Rodríguez, Homero Quezada, Nektli Rojas, Jorge Vargas Bohórquez
y al antologador –y también coautor– Gustavo Ogarrio.